La cercanía de los pasos desde la escalera medía el tiempo que tardaba en abrirse la puerta marrón que conducía a nuestro pequeño paraíso veraniego. El inconfundible olor y el ruido de la cerradura daban pie al descanso previo a un divertido almuerzo en el que -todavía- no faltaba nadie. Descanso que se retomaba después de la mencionada comida, con los ronquidos del abuelo acompañados de una fiel cocker con caniche que le rindió culto hasta el final. Los pequeños molestaban en el pasillo y buscaban tras una cortina la mejor distracción con el objetivo de que los minutos pasaran lo más rápido posible para volver a la playa. Y llegaban el bronceador y el caer del Sol en el Camarón. Y pasaron los años y pasaron pandillas y parejas, y llegó el momento en el que el correr de los tiempos obligó a una rápida y extraña despedida. Después de tantas vivencias desde tantas pupilas, yo sólo espero, algún día, volver a ver el mar desde mi balcón.
Ay el hogar, amigo errante, el hogar. No hay nada mas placentero y reconfortante como el calor de la guarida. Es un sentimiento extraño, idas y venidas. Un día quieres perderlo de vista, otro lo necesitas. Lo más probable es que acabes sintiendote como un paria, un renegado. Lo más probable es que algún dia regreses y veas que nada ha cambiado. Hogar, dulce hogar, frase repetida y atragantada hasta la saciedas. No por tanto pronunciarla deja de ser verdad. El dulzor se volvió amargo, ya no la escucho llegar. El repicar de las llaves en la cerradura vuelve a ser el de siempre, vuelve a ser el de papá.
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